sábado, 12 de enero de 2008

Las tres de la tarde en Madrid

Se repite el ruido de una bocina, una y otra vez el viento avanza en su carrera inerme a ninguna parte. Voces reunidas, en una sintonía disforme, recorren la ciudad, dando un aspecto pictórico a esa tosca variedad de formas. Todos tienen algo que decir, también algo que íntimamente sienten y que no quieren contar. En los momentos en los que las bocinas no suenan ellos piensan, a ratos, en un mundo un poco más perfecto: que las cosas buenas duren y que las incómodas se vayan a otra parte.
Todos saben que hay maneras para ser más felices, pero la prisa no deja lugar a la estrategia, y demasiado a menudo el pensamiento necesita un lugar para recrear una soledad no siempre apetecible.
El borde de la acera aguarda a que el disco se ponga en verde para diluirse entre el mar mecánico de la Castellana, hasta que con un color gris asfalto el paso ligero se hace dueño de la ciudad. El cielo triste embelesa de una luz tenue los tejados de los edificios, aparcando entre rincones obsoletos el reflejo débil de un amarillo insinuante -otras veces de un blanco marfil-.
Ríos de gente con paso decisivo avanzan con letanía en direcciones imprevisibles, sin regla alguna ni aparente precisión: son todas esas personas que se desconocen, pero que afablemente caminan a una mínima distancia unas de otras (distancia que desataría cualquier sentimiento íntimo en cualquier otro contexto). Si el tiempo fuera más humilde con todos, podrían conocerse un poquito más.
Si la señora del rebosante abrigo de piel hubiera conocido al joven que nerviosamente pasaba las páginas del periódico, todo habría sido distinto. Por un momento, mientras ambos permanecieron sentados juntos en los asientos contiguos del vagón, entre las estaciones de Avenida de América y Goya, la señora acabó por odiar el reburbujeo que el joven se traía con el papel y la parafernalia que montaba con las páginas del diario. Acabó por coger rabia a que el joven le pusiera el papel casi en la cara. La señora no conocía al joven, pero le odió durante menos de diez minutos.
Si se contemplaba Madrid desde el cielo se podía ver todo un oasis, con palmeras de acero y arena de asfalto, con pequeñas hormigas que recorrían toda una estructura de metal repleta de juegos con el espacio. Así, desde arriba, era algo hermoso y frío al mismo tiempo. Estructuras largas y anchas, dibujos de líneas continuas que amarran la tierra y cortan dimensiones, figuras geométricas rectas. Todo esto bajo un cielo que tramaba un silencio indescifrable.
A las tres de la tarde una mujer, sentada en una mesa para dos, mira a través del cristal de la cafetería, mira a través de los edificios de bronce, a través del murmullo de gente a su alrededor. En realidad no ve nada porque sus sentimientos están más lejos que su punto de fuga. En el objetivo hay un hombre, un abrazo, un hasta el próximo día. A ella le hubiera gustado profundizar en aquella situación superficial, pero sencillamente hay momentos que no dan para más. Le parece que un sutil juego de instintos necesita de una comprensión, fugaz sí, pero también algo íntima. Es bonita, y necesita a un hombre. Pero no a ese. Ella no lo sabe.
A esa misma hora huele en la ciudad a café, a sándwich, a pincho de tortilla, a cigarros, a asuntos para distraer al resto y confundirse con él sin llamar la atención. Ser uno más, y solamente uno. Como es demasiado pedir, se suele pedir otro café. Por qué no salir mejor a la ciudad y enfrentarse a su repertorio de cláxones, vendedores de la once, fruterías en el paso, disonancia de escaparates, mendigos acurrucados en el suelo, metros abarrotados, hombres de chaquetas de cuero viejas merodeando sin rumbo, niños con pesadas carteras y uniformes de cuadros, y ancianos paseando por avenidas adornadas con filas de plátanos.
Por qué no salir allá y ver. Por qué mejor callar y volver al trabajo o al hogar. Por qué no llorar en medio de la calle por el mendigo, por qué no emocionarse con las escenas de amor de los jóvenes, por qué no hablar con el anciano, por qué no gozar frente al volante con tu disco favorito, por qué callar demasiado tiempo y entristecerse. Por qué no ser feliz.
La noche hace más entrañable la ciudad, la llena de una nostalgia risueña, otoñal, casi romántica. Mientras, aquella mujer añora el abrazo fugaz del hombre que conoció en una noche, y su nostalgia se hunde entre sus sábanas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que relato tan bonito, la verdad que esta muy bien escrito.