jueves, 21 de febrero de 2008

La oralidad en la escritura: reflexión de una pupila de Ángel Gabilondo

Empecemos nuestra exposición con una pregunta: ¿ habla la escritura?. Y si lo hace, ¿en qué sentido podemos afirmar esto?

Dentro de la retórica sabemos que un discurso siempre está orientado a un determinado auditorio. En este sentido, admitimos que tal discurso está abierto hacia lo otro, hacia el otro o hacia los otros: un espacio lleno de otros como yo que entienden, juzgan lo conveniente o lo inconveniente, sopesan ventajas e inconvenientes y, sobre todo, atienden, o por lo menos acuden a reunirse allí, al calor de la escucha. En la retórica se da un arte del discurso precisamente porque el orador se interesa por el asentimiento de su auditorio (1); no entraremos en la cuestión de si el tratamiento con respecto a ese auditorio es ilegítimo o no, y tampoco nos ocuparemos de si ese auditorio ha de ser competente o, por el contrario, no serlo.

Y ahora preguntémonos: ¿Es que sólo la retórica concede el lugar de la oralidad a la escritura? La respuesta es no, ya que existen otros tipos de discurso que, sin la finalidad de persuadir y convencer, son capaces de generar una aptitud activa en el interlocutor o, si se quiere- en el caso de tratarse de un escrito, una novela, un ensayo o un poema- en el lector.
Esta actitud activa que el lector adopta, puede que en principio no sea susceptible de cambiar o de modificar lo que hace que esa novela sea tal, que esté acabada, editada. La conclusión –en el sentido de acabamiento-, la edición, la portada del libro, las notas a pie de página, etc., son muchas de las decisiones relevantes que hacen que una obra escrita esté terminada, sea en prosa o en verso (2), pero no lo son todas.
Suele decirse a menudo que el escritor es el que dona, cede, presta, al lector, y que éste es algo así como un receptáculo en el que todas esas donaciones y prestaciones se vuelcan. Pero el lector no siempre tiene este papel pasivo, a decir verdad, nunca es así; también defenderemos que el escritor, para producir, en muchas ocasiones, escribe una historia donde cuenta con el lector como una condición más de posibilidad de la misma. Esto es, que utiliza al lector mismo como un recurso para la escritura, con el lector adquiere un determinado papel para la obra escrita que tiene en sus manos, dando la impresión de que sin él esa obra no sería algo realmente con sentido. Y es que, aunque un escrito siempre demanda un lector o unos lectores, se suele decir a menudo que un escrito, una vez concluido, se cierra herméticamente, desapareciendo el universo de indeterminación, subjetividad, emotividad, que le pertenecía de suyo al autor como individuo particular.
Que el escritor arranque de su universo particular lo relevante, o mejor, lo pertinente, para hacerlo historia, novela, ensayo, o poema, no quiere decir que desde ese instante pase a ser ni el despliegue de la propia subjetividad que se organiza a sí misma en frases que describen sentimientos y estados de ánimo, ni que esas frases (3) pasen a ser pertenecientes de forma exclusiva al lector, separándose por esto de una manera tajante con el autor.
En realidad es las dos cosas al mismo tiempo. El escritor escribe, dotando de sentido ciertos sentimientos, pensamientos, experiencias, configurando a partir de éstos un universo de significación, pero no por esto ha de estar necesariamente cerrado; puede que el escritor prefiera dejarlo abierto por considerar que de esta forma queda aún más concluido, y esto es únicamente decisión suya. Puede que también el autor prefiera contar con el lector, ya sea para concluir su obra, ya sea para dejarla siempre abierta, y puede contar con el lector de diversas maneras.
Si la obra acaba estando terminada, entonces cuenta algo sin más, esto es, que al leerla ella habla por nosotros los lectores, que ya sojuzga moralmente lo correcto y lo incorrecto de las acciones de los personajes, o que incluso, como ocurre en las tragedias griegas, pretenda hacer patente la angustia de cualquier decisión vital.
En las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides se cuenta algo, es obvio que el lector aprende de ellas, pero en sí mismas sustentan una cosmovisión que nos hace comprender un poco más tanto el mundo griego de la antigüedad como el nuestro. Ellas son una suerte de manifestación de una concepción del mundo que podemos comprender al leerlas: ellas por sí mismas dicen algo, lo que no quita que dejen de dar que pensar cuando concluye la lectura.
Miguel de Unamuno utilizó el nuevo género de "nivola" para dar nombre a una novela en la que el personaje pasa a dirigir la obra y el autor pasa a ser un personaje, como se ve sorprendente claridad en “Niebla” (4). En esta espectacular y divertida novela el pobre personaje Augusto no está dispuesto a tolerar que se le trate como a un personaje "pelele", al igual que Unamuno tampoco quiere resignarse a esclavizar su gusto novelístico a un mero despliegue de un carácter aburrido, como lo es el de Augusto. Y es que un buen escritor también tiene derecho a aburrirse de un personaje y del carácter que se le va conformando de acuerdo al transcurso de los hechos.
Hay otras formas más originales para despertar en el lector una participación imprescindible, pensemos en el cuento de James Joyce titulado “Los muertos” (5), gran parte del cuento transcurre en la casa de las tías de Gabriel, se organiza una cena de Navidad, diversos familiares se reúnen para charlar. Es una auténtica puesta en común de las costumbres dublinesas. Parece que el cuento acabará con el final de la cena pero, mientras todo el mundo se prepara para irse, la mujer de Gabriel se detiene en las escaleras porque oye una música que alguien está tocando al piano, este es el punto inflexivo del cuento. Da la sensación de que el cuento no había empezado hasta ese momento, o al menos, que ese momento es la justificación de lo tedioso de las aburridas conversaciones burguesas de la cena.
Aquí, el lector aún no está preparado para darse cuenta de que el cuento se ha transformado. Cuando finalmente llegan a casa, él la encuentra a ella triste y le pregunta qué le ocurre, ella está tumbada en la cama y él desvistiéndose. Ella le habla de un antiguo novio de la infancia que estaba enamorado de ella, era un chico frágil y de salud delicada, y le dice a Gabriel que al oír la música en la casa de sus tías no ha dejado de pensar en él. Ese joven que murió una noche de lluvia debajo de la casa de ella, mientras la esperaba a ella, debido a su delicada salud.
Aquí viene la interpretación del lector, ya que nada de esto se cuenta en el cuento: ella no es feliz en su matrimonio, siempre estuvo enamorada de aquél joven que murió por ella, y Gabriel, durante un monólogo que cierra el cuento en el que describe la noche lluviosa bajo los edificios, comprende que nunca la hizo feliz.
Joyce es heredero de Chèjov y Maupassant, escritores y maestros del arte del cuento, pensemos en “El Horla” de Maupassant, donde el lector ha de interpretar más de lo que el cuento dice. En realidad, "El Horla" es la historia de los síntomas y consecuencias de una enfermedad. Lo sorprendente de este cuento es el ambiente mistérico, que parece ser el protagonista del cuento.
Por último, citemos “Bartleby el escribiente” de Herman Melville (6). Al final del relato parece que lo que allí se describe no son las anécdotas de un hombre que contesta a todo: "preferiría no hacerlo", ni el ambiente de inexplicabilidad que rodea a sus compañeros de trabajo y a su director, que no saben como proceder ante esa actitud de negligencia, sino que parece más bien un enfrentamiento del director que narra -aquel que se presenta al comienzo de la novela- con su propia alteridad. Extrañamente, se trata de una alteridad irreal, fantástica y aterradora: su otro-yo, pero desgraciadamente proyectado desde el miedo a "ser nadie", cuyo producto es Bartleby.
Ésta es una interpretación sugerida por un amigo, no obstante, y con un análisis más cuidadoso, resueltamente plausible: es la historia del enfrentamiento con una enfermedad de desdoblemiento del yo, proponiendo a ese alter-egor como excusa o pretexto literario, quizás con el motivo de "redimir" la miserable personalidad del director, que persigue a Bartleby como una sombra, para finalmente librarse de él.

Con esto, espero no haber dicho mucho ni tampoco demasiado poco de este tema; sin embargo, creo haberle asignado con justicia al lector el papel imprescindible que aporta a la producción literaria, así como la importancia del dar qué hablar de la escritura. A menudo, como dice A. Gabilondo: “narramos historias de las no nos consideramos plenamente autores y en las que quedamos, a la par, asimismo narrados. Somos (...) en busca de relato, de aquél olvidado que nunca tuvo lugar. Y ello nos permite ser cada uno, ese pronombre fascinante que atisba y reclama justicia” (7).


Notas:

(1). “El orador pretende lograr el asentimiento de su auditorio y, si se da el caso, incitarle a actuar en el sentido deseado. En este sentido, retórica es a un tiempo ilocucionaria y perlocucionaria”, En “Retórica, poética y hermeneútica”, de Paul Ricoeur. En la obra titulada “Horizontes del relato. Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur”, edición al cuidado de Gabriel Aranzueque. Ed. Cuaderno Gris, Madrid, 1997. Pag.81.
(2). Esta distinción será relevante tanto en el papel del escritor como en el del lector. Aquí el lector y su tarea de participación es más libre en cuanto a interpretación. No desarrollaremos el tema en la exposición.
(3). El tema no se limita a las frases única y exclusivamente.
(4). “Niebla”, de Miguel de Unamuno. Ed. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1986-1997. Quinta reimpresión de 1996, revisada en 1997.
(5). “Dublineses”, de James Joyce. The Estate of James Joyce, 1967. La presente edición al castellano traducida por G. Cabrera Infante, Editorial Lumen, Barcelona, quinta edición de 1993.
(6). “Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville”, seguido de tres ensayos de G. Deleuze, G. Agamben y J. L. Pardo. Versión castellana de José Luis Pardo, traducción de Bartleby el escribiente por José Manuel Benítez Ariza. Ed. Pre-textos, Valencia, 2001.
(7). De la introducción de Ángel Gabilondo a “La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido” de Paul Ricoeur. Presentación de Ángel Gabilondo y traducción de Gabriel Aranzueque. Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, Arrecife Producciones, S.A., Madrid, 1998. Pag. 12.



BIBLIOGRAFÍA

- Bloom, Harold (2000): How to Read and Why Scriber. Harold Bloom, Nueva York, 2000. Título en castellano: Cómo leer y por qué, traducción de Marcelo Cohen. Ed. Anagrama, S. A., Barcelona, 2002.
- De Unamuno, Miguel: Niebla. Ed. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1986-1997. Quinta reimpresión de 1996, revisada en 1997.
- Joyce, James: Dublineses. The Estate of James Joyce, 1967. La presente edición al castellano traducida por G. Cabrera Infante, Editorial Lumen, Barcelona, quinta edición de 1993.
- Melville, Herman: Bartleby el escribiente. En el libro titulado Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos de G. Deleuze, G. Agamben y J. L. Pardo. Versión castellana de José Luis Pardo, traducción de Bartleby el escribiente por José Manuel Benítez Ariza. Ed. Pre-textos, Valencia, 2001.
- Ricoeur, Paul: La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Presentación de Ángel Gabilondo y traducción de Gabriel Aranzueque. Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, Arrecife Producciones, S.A., Madrid, 1998.
- Ricoeur, Paul: Retórica, Poética y hermeneútica , traducido por Gabriel Aranzueque en la obra titulada Horizontes del relato. Lecturas y conversaciones con Paul Ricoeur, edición al cuidado de Gabriel Aranzueque. Ed. Cuaderno Gris, Madrid, 1997. Pag.81.

viernes, 1 de febrero de 2008

Ritualizar el absurdo: Henry Miller y Julio Cortázar

QUISIERA TRAZAR UN VELO
ENTRE VOLUNTAD Y HASTÍO,
ENVENENAR UN ANTÍDOTO
RITUALIZAR EL ABSURDO

Escritores como Henry Miller y Julio Cortázar adoptan esta fórmula para hablar del presente que les toca vivir. El primero hipotetiza un mundo inexistente que le sirve para entrar dentro de unas reglas de juego en las que se vuelca, pero no para existir, sino para experimentar desde otro lado, desde una intersubjetividad plenamente aislada, fuera de todo tiempo.
Julio Cortázar parece más humano en este sentido, es imposible caer desde ese presente en el que se mueven piezas a gusto de cada uno sin tener la sensación de no estar viviendo realmente, para vivir al día no basta sólo con llevarlo todo hasta el extremo de una reflexión que se impone desde arriba, desde afuera, desde lejos, hay que compartir con el otro esas sensaciones, pensamientos, sentimientos, para que uno se sienta realmente que es, que actúa, que vive y que piensa. Si Miller se deja arrastrar en el mundo como un fantasma, Cortázar se pone frenos, aterriza en el mundo, se cae y se levanta, y así sucesivamente.
En Trópico de Capricornio lo sexual salva a H. Miller de un alejamiento feroz del mundo, en Rayuela de J. Cortázar es el mundo del pensamiento el que se ve amenazado por la presión de cada decisión mínimamente vital, es decir, la personalidad frente a las experiencias nuevas que la obligan a mantenerse abierta, incompleta, rota por los costados, la personalidad como una sartén sin mango.
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